José Meneses Scott (La Puebla de Cazalla, 1942-2016) fue el último hombre libre del flamenco, libre de tendencias, de modas, de imposiciones y de formas.

José pierde la ‘s’ de su primer apellido, por consejo de Moreno Galván, como él mismo reconoció, y se convierte por derecho en “Menese” el Cantaor. Su relación con el también morisco Moreno Galván, ha sido siempre un equilibrio de amor y odio del que nunca pudo prescindir.

Huella de Chernobyl

JOSÉ

Bielorrusia por dentro

MENESE

Su vida traza una línea recta entre La Puebla y Madrid; no se puede partir el corazón en dos y mientras en la capital vive su trayectoria profesional, en su pueblo natal, guarda sus recuerdos, su vida y su misterioso mundo interior.

José tocó el cielo y el infierno, pasó con gloria por escenarios de prestigio, el Albéniz de Madrid (1995), el Teatro Real (2001), el Auditorio Nacional de Madrid (1991), el Olympia de París (1973) y hasta la ONU tuvo el honor de oír su voz en 1983. Pero el morisco no olvidó nunca su origen humilde, y su relación con los pueblos que le vieron crecer le atraparon en la última etapa de su vida. José subió a los escenarios más humildes del sur de España, aquellos donde no hay camerinos, donde no hay catering, ni toallas blancas, ni manager que te alumbre el oscuro camino al escenario, por no haber, en algunos, no había ni agua que echarse a la garganta.

Y ahí también estuvo José, solo, con la compañía fugaz de su guitarrista, una silla plegable y un foco amarillo que te quemaba la cara y el alma.

Nunca perdió el miedo al cante, ni los nervios del escenario, sus cuatro clásicos, escritos por él mismo en un pequeño trozo de papel, que miraba una y otra vez antes de subir los tres escalones que separaban el hombre del artista; tres escalones en los que cada noche dejaba la ‘s’ de su apellido atrás y el público miraba con recelo a Menese.

Para conocer el Flamenco te tienen que llevar de la mano, yo me cogí a la de Manuel Martín, y me enseñó mucho para poder entender este dificilísimo mundo de voces, sentimientos, música, duende y mucha mentira.

Yo frecuentaba festivales de verano, buscando no sé qué, a los que asistía con un gran aficionado y mejor guitarrista, don Antonio Espinosa de la Vega. Vi por primera vez a Menese en los años noventa en un festival. Hizo cuatro cantes, pero me bastó el primero para comprobar que en Menese no había nada falso, su voz no era solo su voz, era la voz del dolor y la pasión, era el susurro y el desgarro al mismo tiempo.

Conocí en persona a José en su casa de Madrid en 1997, gracias a Charo, una gran amiga que también me habló del cantaor. Un año después le hice mi primera fotografía, antes de su actuación en el festival flamenco Juan Talega de Dos Hermanas. La misma fotografía que él mismo eligió para el cartel promocional de sus conciertos en el Teatro Real de Madrid en 2001.  A partir de ahí comenzó mi relación profesional y personal con José Meneses.

Veinte años en los que fui parte de su familia, compartí su casa, su coche, mi coche, y muchos kilómetros, siempre de noche, por las carreteras de los pueblos hasta llegar a mil lugares y mil festivales de flamenco de nuestra querida Andalucía.

Pero no todos los festivales son como la Reunión de Cante Jondo de La Puebla de Cazalla. No, no en todos, el aire huele a romero y los aficionados saben escuchar. En otros, el aire huele a filetes a la plancha, hay que dejarse la piel para que te presten atención, entre neveras con cervezas, bocadillos de tortilla, y muchos codos apoyados en ruidosas barras de Cruzcampo, atestadas de flamencólogos de fin de semana.

Pero también ahí estaba Menese. Había que prestar atención a sus palabras antes de comenzar a cantar. Con los acordes de Carrión de fondo, se explayó en más de una ocasión y en ninguna le faltó razón.

El último hombre libre, el último cantaor, incomprendido, incomprensible; tocó el cielo, mordió el polvo y el barro, se levantó muchas veces, pero también cayó, y a veces el agujero por el que caía era tan hondo y tan negro que le costaba mucho volver a salir.

Mi relación con él fue muy intensa, se empeñaba en llamarme hermano y no quería tomar el mando, me trataba de tú a tú, aunque mi respeto y admiración hacia el artista y sobre todo hacia la persona de José, me hacían sentir hacia él una relación mucho más paternal. Viví mil experiencias que también han muerto con él.

La mañana del 16 de julio de 2016 fue triste, muy triste, el flamenco quedó herido de muerte. La llamada a Antonio Carrión me confirmó que José se había ido para siempre, esta vez no pudo levantarse y se quedó dormido para no cantar más. He tardado cuatro años en creérmelo y ahora quiero ofrecerle mis fotos, mi cariño y mi admiración.

Quino Castro