Huella de Chernobyl

¿Que hay detrás de esa puerta abierta? ¿Con quien comunica ese interfono que debe de llevar cuarenta años colgado en la pared? ¿Quién riega esas frágiles plantas que se ven en los tiestos que flanquean un sillón vacío? ¿A que sabe el agua que sale de ese grifo que parece un trozo de manguera incrustada en la pared? ¿Quién se ha dejado el babero en la barandilla de la cuna donde duerme un niño que nunca sabremos quien es? ¿A quien pertenecen esas radiografías que muestran una grave desviación de la columna vertebral? ¿Y como se llama esa mujer de las pantuflas, esa mujer que se ha sentado en un sofá raído, bajo un tapiz igual de raído, y que guarda una pila de periódicos bajo la televisión, mientras el reloj marca las doce y veinticinco de un día que nunca sabremos cual fue?
Miro las fotos de Quino Castro. Miro la luz grisácea que ilumina el pasillo de un hospital, que quizá no es un hospital sino un orfanato o las dos cosas a la vez. Miro a esa mujer de espaldas que abre una puerta y se aleja de nosotros, que es una de esas mujeres silenciosas que sostienen el mundo, todo nuestro mundo, ese mundo interminable que está hecho de interfonos y sillones desfondados y relojes que marcan las doce y veinticinco y bebés amortajados que no han conseguido salir vivos de la sala de reanimación. Miro esas fotos conteniendo el aliento. Y respiro a fondo. Y suspiro. Y sigo mirando.
Eduardo Jordá
26 de abril de 2011